La maratón
Correr,
correr, correr. Hacía unos minutos había recibido el llamado dándole la
noticia.
Los
camiones llegaron a la esquina de la librería, los soldados pertrechados con armas largas. Entraban
con prepotencia casa por casa abriendo y
revisando cajones, muebles, bibliotecas.
Tenía que
hacer doce kilómetros sin auto y en la locura que da la desesperación, no se le
ocurrió otra cosa que correr para ayudar a Luis.
Así iba
sorteando esquinas, corriendo por la avenida.
Correr,
esconder los libros, ayudar a Luis. Correr, esconder los libros ayudar a Luis.
Cada
esquina hoy tenía otro nombre, nombres de escritores, de libros
que
ocupaban estantes, gabinetes, lugares prohibidos, lugares sinuosos,
lugares oscuros.
Lidia ya no
tenía aliento y por un instante se sentó en el cordón de la vereda. Le vino a la
memoria la quema de libros, en muchos momentos de la historia
Descansó un
instante y se puso de pié. Hay que correr cuando se está en peligro. Sesenta,
setenta, Kafka, ochenta, noventa, el Libro Rojo de Mao. Cien. Ya faltaba menos.
Ciento diez, el Che. Ciento veinte, Leopoldo Lugones.
Cuando
dobló la esquina, los vio. Eran decenas de soldados. Eran doce camiones. Eran
muchas armas.
Respirar,
respirar, respirar. Profundo, hondo, profundo.
Pisó el
umbral y miró a Luis.
-¡Cómo corriste! - Y la abrazó. - No te preocupes, está todo
guardado.
-
¿Vinieron?
- No. Ni
van a venir. En una casa alguien escapó y encontraron armas.
Entonces
Lidia, se puso a ordenar libros y llenar vacíos. Los inclinaba
los
acostaba en los estantes. Llenaba espacios, acunaba lecturas, exhibía
portadas.
Cuando
terminó se sentó en el umbral y miró los camiones, la partida.
Levantó los
ojos y a través de los tilos de la vereda comenzó a contar
el paso de
los vehículos: uno, dos, tres...
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